Viajeras intrépidas y aventureras

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    No solo los hombres han sido viajeros aguerridos y aventureros. Hay un número sorprendente de mujeres que, por unas razones u otras, emprendieron grandes y largos viajes por tierras desconocidas, asombrando a la sociedad de su época. Cristina Morató ha recogido la biografía de muchas de ellas y ha dado forma a un libro muy recomendable para conocer la versión femenina de la aventura de viajar. Catalina de Erauso, May French Sheldon, Mary Kingsley o Gertrud Bell, junto a otras más pasaron a la historia como pioneras de otra forma de vivir. La autora describe las peculiaridades de los viajes de gran número de mujeres, sus proezas, los prejuicios que debieron vencer, e incluso sus excentricidades, que las hubo, utilizando en muchos casos los relatos de las propias viajeras, acercando de ese modo al lector sus sensaciones y experiencias narradas en primera persona.



    Una de las que podemos considerar "primeras viajeras", la gallega Egeria, viajó, el siglo IV, por todo el próximo oriente siguiendo las huellas de los lugares bíblicos. Cristina Morató lo describe de la siguiente manera:

    "Allí por donde iba los monjes, sacerdotes y obispos la recibían, guiaban y acompañaban como si fuera una celebridad. No le faltaban facilidades para moverse libremente y cuando se adentraba por lugares que podían resultar peligrosos era escoltada por soldados. Los peregrinos cristianos como Egeria pudieron viajar a tan lejanas tierras gracias a la pax romana y a la red de calzadas del Imperio romano. Una red que cubría unos 80.000 kilómetros y atravesaba desde Escocia a Mesopotamia, del Atlántico al Mar Rojo, de los Alpes a los Balcanes, del Danubio al Sáhara. Este increible trazado permitía llegar desde todos los rincones del Imperio hasta el corazón mismo de la metrópoli. Aunque eran viajes largos, costosos y muy duros, las personas de rango que como Egeria disponían de un salvoconducto o pasaporte -imprescindible en la época- tenían garantizada al menos su seguridad. En una de sus cartas escrita en Arabia comenta a sus hermanas: « A partir de este punto despachamos a los soldados que nos habían brindado protección en nombre de la autoridad romana mientras nos estuvimos moviendo por parajes peligrosos. Pero ahora se trataba de la vía pública de Egipto, que atravesaba la ciudad de Arabia, y que va desde la Tebaida hasta Pelusio, por lo que no era necesario ya incomodar a los soldados.»"

    Los siglos XVIII y XIX son, por excelencia, los de las grandes expediciones y los grandes descubirmientos geográficos, y de cualquiera de ambas cosas no estuvieron excludidas las mujeres, aunque no se les reconociese tanto como merecían. Las selvas de Borneo, Africa occidental, El Kilimanjaro, el Tibet o el Polo Norte son algunos de los lugares recorridos por personas excepcionales que, superando las limitaciones que a ojos de sus conciudadanos tenía el sexo femenino, colaboraron a ampliar el conocimiento del globo y de las gentes que lo habitan. La alemana Ida Pfeiffer hacia 1850, en una de sus dos vueltas al mundo, visitó las selvas de Borneo y "no fue devorada por los temibles antropófagos de Sumatra porque por medio de señas se le ocurrió decir a los guerreros: «¡ No os vais a comer a una mujer vieja como yo, con la carne dura y seca!». Sus sorprendidos atacantes se pusieron a reir y la dejaron proseguir su camino" cuenta entusiasmada Cristina Morató. De Mary Kingsley, inglesa que viajo por Africa, refiere: "En uno de sus viajes, navegando por un río en el Africa Occidental se las tuvo que ver con un hipopótamo que quería volcar su embarcación y ésta fue su reacción: « Con mucha precaución me incliné y le acaricié suavemente detras de una oreja con la punta de mi paraguas. El animal me miró perplejo y nos separamos en inmejorables condiciones: el monstruo se marchó dando resoplidos. Por fin mi paraguas, después de cargar con él de Cambrigde a Africa, había servido para algo, bien útil por cierto.»"
    A veces las impresiones que se llevaban las viajeras no eran demasiado gratas, y la manera de relatarlas no las deja en muy buen lugar, pues muestran con claridad cómo sus prejuicios culturales se imponían por encima de todo. Isabella Bird, la primera mujer admitida en el seno de la exquisita Royal Geographic Society y a la que Cristina Morató define como hija de un pastor anglicano, describe a los tibetanos con palabras tan duras como estas: "«La fealdad irremediable del pueblo tibetano me produce una impresión más honda cada día que pasa. Es grotesca, y la acentúan, en vez de paliarla, sus ropajes y hornamentos... Los pobladores del Tibet son sucios, se lavan una vez al año y, excepto en los eventos festivos, no se mudan de ropa hasta que empieza a hacerse jirones de tan raída»".

    Al Polo Norte se acercó en el siglo XIX Léonie de Biard Aunet, una francesa que tras pasar seis semanas navegando más allá del círculo polar artico regresó a Paris y "...abrió un salón literario donde relataba a un concurrido público (...) su aventura de seis semanas en el hielo, la impresión que le causaron las focas y los hermosos icebergs que navegaban a la deriva".

    Uno de los personajes más peculiares fue May French Sheldon. Empeñada en ser la primera mujer que organizase una expedición al corazón de África, en 1891, con una caravana de 153 porteadores parte desde Mombasa hacia las faldas del Kilimanjaro con la intención de conocer el país masai. Su talante firme pero considerado hacia las condiciones de vida de sus porteadores, y los constantes cuidados por su salud le valen el nombre de "Mujer jefe" (Bebe Bwana), así como el respeto de todos los hombres bajo sus órdenes. Tardó seis meses en encontrar a los masais, y durante todo ese tiempo entró en contacto con gran número de tribus y adquirió abundantes conocimientos sobre la región, de tal modo que, a su regreso a Europa fue admitida en la Real Sociedad Geográfica. La dureza de la vida en la sabana africana no le hizo perder, en ningún momento, el contacto con sus costumbres occidentales, algo que le sirvió para sobrellevar mejor las fatigosas jornadas y mantener un cierto aire de dignidad personal. Cristina Morató escribe: "A pesar del agotador viaje, en cada etapa repite el mismo ritual. Cuando acampan y mientras sus gentes se organizan ella se encierra en su tienda y se da un buen baño de jabon en su bañera de zinc. A la hora de la cena saca su vajilla y cubertería aunque sea para comer un poco de arroz pegajoso y un plátano."

    Así, poco a poco, la autora va desgranando los hechos más destacables y las hazañas más inverosímiles de un buen puñado de mujeres que vivieron casi de una manera seminómada, realizando descubrimientos geográficos o antropológicos al mismo nivel que algunos de sus coetáneos de sexo masculino más famosos.


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